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jueves, 22 de mayo de 2008

Alforja. Texto de ML

Aun ignoraba que quería ser pintor cuando me dio por mirar a la gente detenidamente, groseramente. Tendría 17 o 18 años y hacía calor. En pleno salón de clases o en el comedor de la escuela fijaba mi atención en el rostro de la compañera de enfrente logrando abstraerme por completo de todo lo que ocurría a mi alrededor. Lentamente mi mirada recorría el contorno de la oreja, el cuello, la base de la nuca donde nace el cabello. Iniciado el camino ya no podía detenerme. El pequeño valle entre las dos clavículas me conducía irremediablemente a la línea virtual que separa los pechos. Podía recorrerlos en todos los sentidos pasando de uno a otro en una línea continua que solo se interrumpía cuando se posaba en el centro de cada uno de ellos, como si tuviera la certeza de haber encontrado oro bajo la delgada blusa. Podía continuar así por varios minutos, seguir descendiendo, internarme por otros senderos o bien cambiar de sujeto, mujer u hombre, hasta que alguien me pusiera el alto. Por mucho tiempo estuve convencido de la inocencia de mis paseos visuales. No entendía el porqué de los reproches de mis amigos: “ya párale, te van a dar una cachetada” y digo de mis amigos porque hasta donde puedo recordar las mujeres no se molestaban por aquellos paseos inocentes. De hecho al rememorar aquellos días creo ubicar mi posterior interés en el dibujo con modelo. Pero la verdad es que mi despertar erótico comenzó por los ojos. Mucha agua ha corrido por el río desde aquellos días; los personajes y las situaciones se confunden en la memoria. Todo esto viene a cuento porque desde hace algunas noches uno de estos rostros se me ha aparecido con insistencia. Ni siquiera sé si se trata de un hombre o una mujer, no veo un rostro sino el fino contorno de una aleta de la nariz. La piel más suave que se pueda imaginar, apenas cubierta por una pelusa que no llega a ser vello. Está iluminada por dentro: piel, sangre, aire. Una maravilla que se me escapa al abrir los ojos. Lo realmente sorprendente, ahora me doy cuenta, es que de alguna manera el ejercicio juvenil se repite en mis sueños. Ya no existe riesgo alguno ni reprimendas. En un tiempo irreal o mas bien en la realidad intemporal de un sueño, soy libre de mirar sin tapujos, de dibujar dormido el mismo paisaje, siempre fiel, mío al fin.